Dicen que los reyes magos no
deben traer perros porque las mascotas no son juguetes sino seres vivos que no
se pueden abandonar cuando nos cansamos de ellos, con los que hay que mantener
una serie de responsabilidades que no todo el mundo puede desarrollar.
Estoy profundamente de acuerdo,
algo he leído últimamente de que las Cortes han cambiado o van a cambiar el
tratamiento legal de estos pobres bichos y les va a ser reconocido el estatus
de ser vivo y no de cosa, que es lo que legalmente eran hasta hace poco.
Será por ello, porque los reyes
magos no deben hacerlo, que a Zoilo me lo trajo la Virgen de la Calle una fría
y soleada tarde de principios de febrero. Zoilo es de raza Beagle y lleva
tantos años junto a mí que se me empieza a parecer demasiado: bajito y entrado
en carnes, vaya. No, en lo del pelo no nos parecemos nada.
Zoilo es dulce y tierno, mimoso y
generoso, seductor y zalamero. Todas las noches, cuando dejo el libro o la
tableta y me siento a ver la televisión, viene hasta mí y me echa una delicada
e interrogante mirada de abajo arriba. Zoilo tiene una extensa variedad de miradas
según lo que pretenda. Su cara de pedir perdón es humilde y temerosa, la de
alegría es vivaz e intensa, la de despedida es hosca, parece fruncir el ceño,
torcer el hocico y decir “esta me la pagas”. La de la noche, cuando extenuado
me pongo a ver la televisión y quiere subirse en mi halda es delicada e
interrogante. Parece decir “he sido bueno, hoy no he ladrado a los otros perros,
he hecho todo lo que me has pedido, ¿me coges?”
No, no lo cojo. Ya he dicho que
está rellenito y… no, no está rellenito, está gordo y pesa un montón. Cosas de
la genética y, bueno, y de otros motivos. No lo cojo aunque eso suponga para mí
un pesado cargo de conciencia. Cargo que me dura hasta que empieza el
informativo de la tele, oigo la primera burrada y se me pasa. Entonces dejo
caer una mano y él me lame, me empuja y me quiere quitar la zapatilla. Lo
acaricio, se echa y al poco tiempo ronca como una noche de tormenta.
Es tímido, muy tímido. Cuando la
Virgen de la Calle lo dejó en mi casa no quería salir de debajo de la primera
banqueta en la que encontró refugio. Solo abandonó su escondite al cabo de
media hora de mimos, carantoñas y palabritas dulces. Es tímido y también
farolero, permítanme. Sí, farolero. Cuando llaman a la puerta lanza un ladrido
de aviso, profundo y cavernoso, que reverbera desde el salón hasta la entrada.
Cuando decide que ya ha cumplido su misión de meter miedo al intruso corre a
esconderse detrás de la librería del cuarto de estar.
Zoilo es extremadamente sensible
con los ruidos, como todos los perros. Dicen de los galos de Asterix y Obelix
que solo temían que el cielo les cayera sobre sus cabezas, Zoilo solo teme las
fiestas de Navidad. Y las de año nuevo. Y reyes. Y San Antolín. En realidad no
las teme, teme los petardos que cuatro insensatos lanzan a diestro y siniestro
durante esos días. Le aterran. Se le sale el corazón por la boca. Se pone a
temblar y a recorrer en vano toda la casa buscando un refugio ante lo que para
él no puede ser sino una catástrofe. Va, viene, da vueltas, salta, me sigue
pegado a mis zapatos, se desespera, muestra los dientes al infinito, se
pregunta qué es eso, me pregunta cuándo va a acabar, que quién nos ataca.
Le puede dar un ataque al
corazón. Entonces sí, entonces lo acojo en mi regazo, le acaricio la cabeza con
mimo y dulzura y le hablo bajito. Trato de calmarlo hasta que el siguiente
energúmeno tira el siguiente petardo. Zoilo salta, corre a la puerta y vuelve a
mí, me mira medio segundo con cara de condenado a muerte y a continuación
intenta subirse a la ventana y se desespera. Ladra y se desespera.
A todos los que estos días vais a
tirar petardos para exteriorizar una alegría vana y huera, una alegría falsa e
impostada que generalmente no tiene más razón de ser que un calendario lo
ordena, porque salvo para la minoría cristiana esto no pasa de ser una alegría
ordenada par el calendario, a todos los que vais a aterrorizar a centenares de
perros de Palencia os deseo que se os amargue el turrón, que el güisqui os
avinagre y que el tapón del cava os rompa el jarrón ese del que tanto presumís.
Y que los reyes magos pasen de vosotros.
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