A mi derecha el páramo está
desnudo, solitario, yermo. Solo rocas desgastadas por siglos de agua lo
adoquinan desigualmente. Tropeles de nubes lo envuelven y lo protegen,
envolviéndolo en serenidad. A mi izquierda, cubierta de densa vegetación, la
ladera se precipita velozmente en busca ansiosa del valle. Orondas gotas de
agua caen plácidamente, cada una es mensajera de la tormenta que se anuncia en
el otro lado del horizonte.
Cuando la montaña lo permite
sopla el aire con virulencia,
revolviendo robles y quejigos que se lamentan con
rumor de angustia al ser zarandeados. La carretera asciende inclemente, sin
tener en cuenta los kilómetros que llevan mis piernas ni que la noche amenaza con
caer prematuramente. Estrecho el paso, me calo el sombrero y me aprieto el
abrigo. Aprieto también la mano que me acompaña, la que lleva treinta años
acompañándome.
Allá en lo alto, después de
varias curvas, está Covalagua y lo llena todo de olor a fresco, a bosque y a
Naturaleza nueva. Se esconde el agua entre piedras, presurosa cantando penas
camino de las profundidades, rocas y árboles se estiran y alzan el cuello para
verla perderse detrás de los recovecos. Cuántas veces he soñado con quedarme
allí una mañana en silencio, renunciando solo un instante de mi vida al
mundanal alboroto, oyendo el susurro de tejos y rebollos. Simplemente viendo al
agua correr, jugando a perseguir los regatos que llevan allá abajo, al infantil
río Ivia.
Envuelto en nubes y silencio, Covalagua
es una exhibición de la naturaleza contra la angustia, una pausa contra el
vértigo, una proclama en piedra y agua contra el artificio de la humanidad. A
solas con la naturaleza el hombre se siente pobre y cobarde, desconfiado de
pisar y molestar a la madre Tierra, de respirar y perturbar a los dioses de
bosques y fuentes, de sentirse fuera de sitio, en nido ajeno. Miro los ojos que
me miran y del bosque surge un trueno que rotula el momento. Volvemos despacio.
Las protestas del viento entre orgullosas hayas y humildes brezos responden
monocordemente a la laica letanía que marcan nuestros pasos por el camino de
vuelta.
Detrás de nosotros se cierra la
tarde con grises y negros. Se supone que volvemos a casa, a una civilización
encastillada en plástico, acero y neón. Si queremos llamarlo civilización.
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