Yo dimito de agosto, quiero irme, desaparecer, evaporarme. No, no es que quiera irme de vacaciones, que ya lo he hecho a pesar de que ustedes sigan leyéndome estoicamente. No, no, lo que quiero es no estar. No estar en Palencia, no estar de vacaciones, no estar en ninguna parte. No, tampoco es que quiera morirme, les juro que la muerte, contra lo que cree un mal amigo mío, nunca me ha asustado lo más mínimo, pero no quiero morirme todavía.
Simplemente lo que quiero es huir de agosto, de sus temperaturas y de los becarios. De algunos becarios o sustitutos, claro, que yo también he sido sustituto. Si no fuera poco tener que soportar temperaturas para las que uno ya no tiene edad ni ganas, además están los sustitutos. Miren, este calor no puede ser bueno para nada, abruma, es insoportable, a veces ni por la noche se está medianamente bien. Ni siquiera este agosto, en el que afortunadamente la cosa no ha llegado, como hace dos años, hasta donde nos habían anunciado los agoreros del tiempo.
Sólo hay dos buenos sitios para resistir hasta que llegue septiembre. Uno es la sección de congelados de los supermercados, que además de ser una escuela entretenidísima de sociología urbana te deja estar a una temperatura soportable todo el tiempo que quieras. El otro es la propia casa. Atrincherado, digo. Te pasas la última semana de julio proveyéndote de todo cuanto vayas a necesitar, un libro, comida preparada, papel higiénico, bebida y tabaco, básicamente. Contratas un par de pelis por día a los de la tele de pago, bajas las persianas, echas cuatro vueltas a la llave y les dices a los vecinos que te vas a Fernando Poo, por ejemplo. Y te quedas tan a gusto, solito, sin calor, sin esas abrumantes masas turísticas en camisetas de tirantes que van y vienen sin saber a dónde. Que ésa es otra.
Pero además en agosto estamos en manos de los becarios, allá donde vayamos dependemos de becarios o sustitutos. En la radio se les nota más, claro. Porque la radio es voz y ellos, algunos, no saben vocalizar, hablan monótonamente, sin entonación, sin mover los labios, con indescifrable rapidez, sin pensar en lo que están leyendo, sólo deseando, Señor, que este cáliz pase cuanto antes.
Y en el banco. Uno va a hacer una simple, elemental y sencillísima gestión y de pronto se encuentra en las manos del meritorio de turno, “uf, es que este ordenador no le conozco y... ”. Los trámites se alargan irresolublemente, repletos de rectificaciones y de “espera a ver lo que sale que no sé si..”. Al final la cola de clientes se alarga y empiezan los nervios, las toses y los picores. Y alguna frase más alta que otra. Hasta que surgiendo de su recóndita caverna aparece el director de la oficina que supuestamente debería tener algo de responsabilidad en aquel lugar, toma el mando y vuelve a rehacer, paso a paso, la última media hora. Al final, ante una íntima desconfianza, uno termina por comprobar las operaciones en el cajero automático de la puerta, que es la única persona seria de la oficina y que no toma nunca vacaciones.
Debería haber alguna ley que obligase a que alguien con suficiente conocimiento de ocio y negocio permanezca a los mandos de la nave para que no haga aguas, y uso el plural conscientemente. Debería haber un automatismo semejante también en fábricas y restaurantes, en talleres y oficinas, en despachos y cafeterías. Me extraña que cuando las ciencias adelantan que es una barbaridad nadie haya inventado el becario automático, el sustituto cibernético que reparta las vacaciones sin que se resienta el cliente.
Alguna manera debería haber de evitar que de las cincuenta cajas dispuestas en el híper sólo se atienda en dos, y por dos jovencitas sobradamente preparadas pero carentes de experiencia y habilidad para atender antes del cierre a las doscientas mil personas que esperamos salir de la sección de congelados.
Simplemente lo que quiero es huir de agosto, de sus temperaturas y de los becarios. De algunos becarios o sustitutos, claro, que yo también he sido sustituto. Si no fuera poco tener que soportar temperaturas para las que uno ya no tiene edad ni ganas, además están los sustitutos. Miren, este calor no puede ser bueno para nada, abruma, es insoportable, a veces ni por la noche se está medianamente bien. Ni siquiera este agosto, en el que afortunadamente la cosa no ha llegado, como hace dos años, hasta donde nos habían anunciado los agoreros del tiempo.
Sólo hay dos buenos sitios para resistir hasta que llegue septiembre. Uno es la sección de congelados de los supermercados, que además de ser una escuela entretenidísima de sociología urbana te deja estar a una temperatura soportable todo el tiempo que quieras. El otro es la propia casa. Atrincherado, digo. Te pasas la última semana de julio proveyéndote de todo cuanto vayas a necesitar, un libro, comida preparada, papel higiénico, bebida y tabaco, básicamente. Contratas un par de pelis por día a los de la tele de pago, bajas las persianas, echas cuatro vueltas a la llave y les dices a los vecinos que te vas a Fernando Poo, por ejemplo. Y te quedas tan a gusto, solito, sin calor, sin esas abrumantes masas turísticas en camisetas de tirantes que van y vienen sin saber a dónde. Que ésa es otra.
Pero además en agosto estamos en manos de los becarios, allá donde vayamos dependemos de becarios o sustitutos. En la radio se les nota más, claro. Porque la radio es voz y ellos, algunos, no saben vocalizar, hablan monótonamente, sin entonación, sin mover los labios, con indescifrable rapidez, sin pensar en lo que están leyendo, sólo deseando, Señor, que este cáliz pase cuanto antes.
Y en el banco. Uno va a hacer una simple, elemental y sencillísima gestión y de pronto se encuentra en las manos del meritorio de turno, “uf, es que este ordenador no le conozco y... ”. Los trámites se alargan irresolublemente, repletos de rectificaciones y de “espera a ver lo que sale que no sé si..”. Al final la cola de clientes se alarga y empiezan los nervios, las toses y los picores. Y alguna frase más alta que otra. Hasta que surgiendo de su recóndita caverna aparece el director de la oficina que supuestamente debería tener algo de responsabilidad en aquel lugar, toma el mando y vuelve a rehacer, paso a paso, la última media hora. Al final, ante una íntima desconfianza, uno termina por comprobar las operaciones en el cajero automático de la puerta, que es la única persona seria de la oficina y que no toma nunca vacaciones.
Debería haber alguna ley que obligase a que alguien con suficiente conocimiento de ocio y negocio permanezca a los mandos de la nave para que no haga aguas, y uso el plural conscientemente. Debería haber un automatismo semejante también en fábricas y restaurantes, en talleres y oficinas, en despachos y cafeterías. Me extraña que cuando las ciencias adelantan que es una barbaridad nadie haya inventado el becario automático, el sustituto cibernético que reparta las vacaciones sin que se resienta el cliente.
Alguna manera debería haber de evitar que de las cincuenta cajas dispuestas en el híper sólo se atienda en dos, y por dos jovencitas sobradamente preparadas pero carentes de experiencia y habilidad para atender antes del cierre a las doscientas mil personas que esperamos salir de la sección de congelados.
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