Palencia es una emoción:

23 diciembre 2006

UN COBERTIZO CORONADO DE CARÁMBANOS

Aquella cruda tarde de principios de invierno Fermín empezó a dar señales de impaciencia antes de lo que venía siendo habitual. Solía bastarle con dos salidas al día, pero cuando el frío arreciaba, como aquellos días, yo tendía a acortar sus paseos ¡Con lo calentito que se estaba en casa! Ahora que ya ha pasado todo pienso que sin duda el paseo de aquella mañana debió ser demasiado breve y de ahí, su impaciencia.

Ya había anochecido, tan temprano como anochece en diciembre, tan sorprendentemente temprano que parece que nunca es del todo de día. La fuerte helada y una densa niebla que no había llegado a levantar habían metamorfoseado el paisaje, formando a mi alrededor imágenes fantasmales e irreconocibles, de modo que las proximidades de mi propia casa me resultaban casi ajenas. Alguien, con paso rápido, cruzó junto a mí, ofreciéndome un saludo helado y una estela de vaho. Creo que todo empezó poco después, cuando de pronto, a lo lejos, se oyeron carreras. Fermín, seguramente llevado por su instinto, dio un brusco tirón, escapándoseme sin que yo pudiera evitarlo y alejándose a gran velocidad.

Le llamé y le silbé, pero desapareció por la primera esquina arrastrando la correa. Siempre había sido un perro bonachón y obediente, pero por más que insistí no aparecía. ¡Con aquel frío! Eché a correr guiándome torpemente por sus ladridos. La ciudad y las luces acababan allí, el resto era sombra helada y Fermín seguía corriendo.

Cuando le perdí por completo me encontré en un descampado batido por el frío y la oscuridad. Empezaba a sentirme desorientado cuando le volví a oír. Corrí hacia él y de pronto me vi ante un cobertizo coronado de carámbanos en el que sin duda alguien se había guarecido para pasar la noche. Una joven pareja se acurrucaba en un rincón tratando de proporcionar algo de calor a un Niño moreno y con ojos profundos y somnolientos.

Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. No sabía dónde me encontraba ni cómo había pasado, pero enseguida supe con Quién estaba. Fermín me miraba con esa mirada fija, expectante, inquisitiva, que tantas veces antes, en circunstancias tan distintas, yo había contemplado. Sabía que me estaba diciendo “Vamos, venga, haz algo, ¿no ves que tienen frío?” Pero yo no podía moverme, había clavado mis ojos en el Divino Niño y me sentía figura de arcilla, anclado al suelo, incapaz de dar un paso o tomar una sola decisión. Sólo el castañeteo de mis dientes me hacía sentir vivo.

Reaccionó él antes que yo. Lamió los divinos pies y se frotó contra ellos, acurrucándose encima. Pero eso servía de poco. Sé que lo que hizo después no tiene explicación racional, lo sé, el lector tiene total libertad para creerme o dejar de leer, pero también sé que fue él quien, con su lastimero ladrido, convocó allí a todos los animales de las proximidades. Bueyes y vacas, mulas y ovejas, dos pequeñas cabritillas y uno de los pocos lobos que van quedando acudieron a su llamada para dar calor al Niño-Dios. Entre todos le rodearon, entre todos avivaron aquella inhóspita estancia, convirtiendo el áspero cobertizo en celestial receptáculo.

Bajó un buey su aliento al divino rostro y lo exhaló sin ruido, y sus ojos fueron tiernos, como llenos de rocío. Fermín, inquieto, frotaba de vez en cuando su vellón suavísimo contra la dulce carita y, moviendo satisfecho su rabito, se paseaba entre los animales, como pasando revista, deseando, orgulloso, retener para siempre en su retina aquel mágico momento. El Niño... yo diría que le guiñó un ojo, que le dio una galleta, que le llamó por su nombre, que le rascó el lomo. Yo diría que le dio las gracias.

Puede que sólo fuera un sueño, puede que fuese efecto del intenso frío o de la espesa niebla, pero les aseguro que yo lo vi. El cobertizo..., sigue ahí, donde siempre había estado. Y su entrada está llena de huellas de animales. Incluidas las de un lobo.


* Basado en “Romance del establo de Belén”, de Gabriela Mistral.

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