Lo confieso, fui de izquierdas. Si alguien me pide cuentas, aclararé que en el caso de que haya dejado de serlo debe exigirse responsabilidad a la izquierda. A cierta izquierda. Si he dejado de ser de izquierdas que se empiece a preguntar a Felipe González y a sus últimos gobiernos.
Algunos queríamos entonces que gobernase la izquierda, que viniesen políticos nuevos y opciones nuevas a arreglar lo que la derecha franquista no había podido desarreglar en cuarenta años. Algunos pretendíamos que España cambiase y que no la reconociese ni la madre que la parió. Fallamos, nos equivocamos, se equivocó la izquierda, nos falló aquella izquierda.
Algunos pretendíamos que un partido de izquierdas arramplase con la corrupción, con los amiguetes, con los caciques. Que se acabase el “vuelva usted mañana”, las discriminaciones femeninas, los anuncios de señoras en biquini para anunciar un coche. Que viniese una izquierda que arreglase las penosas relaciones entre los patronos y los obreros, que las grandes empresas dejasen de anunciar cada año ganancias de un 25% mientras los salarios subían un 2%.
Algunos pretendíamos que llegase la izquierda para que subiese estratosféricamente el salario mínimo, para que se universalizara la sanidad gratuita, para que mejoraran las infraestructuras, para que la economía recibiera un impulso regenerador, para que la educación mejorara, para que los derechos de los menores se regularan y se cumplieran.
Pretendíamos que no hubiese diferencias entre las regiones que componen, todavía, España. Pretendíamos que los más ricos contribuyesen proporcionalmente al progreso general, pretendíamos que se acabase con ETA, que el gobierno de todos estuviese por encima de los gobiernos particulares, que el gobierno de todos fuese reconocido y escuchado y aceptado por todos, que no hubiese españoles de primera y de segunda clase.
Algunos pretendíamos que España ocupase un lugar preeminente entre los importantes países del mundo, con voz que se escuchase al mismo nivel que los demás, que se nos tuviese en cuenta, que se esperase nuestra opinión, que se nos consultase.
Éramos tan ingenuos, tan elementales, tan simples, partíamos de análisis de la realidad excesivamente estereotipados que a la fuerza teníamos que estrellarnos… ¿O nada más es que esperábamos demasiado de unos políticos excesivamente simples, excesivamente humanos con todas sus limitaciones?
Cierto que muchas, muchas de estas aspiraciones han sido alcanzadas. Cierto que la defensa de las minorías ha sido una constante en los últimos gobiernos, cierto que la sanidad gratuita se ha universalizado, cierto que las mujeres maltratadas tienen hoy muchos instrumentos de ayuda y defensa a su alcance, cierto que obreros y patrones conviven con grandes dosis de armonía. Y la Educación e infraestructuras han sufrido un gran salto adelante…
Pero queda tanto por hacer, queda tanto por solucionar, queda tanto por trabajar que parece mentira que hayan pasado treinta años. Pero queda tanto por hacer, queda tanto por solucionar, queda tanto por trabajar, hay tanto que mejorar que parece mentira que la izquierda actual esté perdiendo el tiempo y gastando el dinero en editar guías para saber cómo drogarse y cómo practicar la sodomía sin riesgo para la salud.
Podrían enseñarnos a rendir más en el trabajo, podrían enseñarnos a cambiar nuestros nefastos hábitos horarios, podrían enseñarnos a esforzarnos más en nuestras vidas, a educar mejor a nuestros hijos, a leer más, a ser más conscientes de los problemas del mundo, podrían preocuparse de enseñarnos a ser selectos en nuestros gustos televisivos, a rechazar basuras chikilicuátricas, a aprender que las tetas no tienen que ver con el paraíso, o que las escenas de matrimonio deberían ser de paz, armonía y acuerdo. Pero no, nos enseñan a drogarnos y a darnos por el culo sin hacernos daño.
Lo confieso, yo una vez fui de izquierdas.
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