Que en los últimos años ha habido una perversión de valores en nuestra sociedad es algo generalmente admitido. En unos pocos años grandes valores sólidamente asentados se han perdido y han sido sustituidos por sus… ¿contravalores?
Pongamos que a todos los estudiantes se les ha presionado siempre para el estudio, el esfuerzo, el trabajo. Pero estos valores han sido sustituidos en una sociedad en la que jamás se repite curso a no ser que seas muy madero, en la que apenas hay diferencias entre los que más estudian y los que menos “pillan” el libro, porque todos “progresan adecuadamente”.
La sociedad del trabajo ha sido sustituida por la sociedad del ocio; la del “mañana hay que rendir”, por la de “esta noche, botellón” y la del respeto urbano por la del “mira qué patada le doy a esa papelera”. Muchas veces estas cosas se han consentido desde el poder encargado de velar por esos valores, sea el ministerio de Educación y Ciencia, en su momento, o por los ayuntamientos en los asuntos del botellón y del respeto ciudadano.
Han primado más los supuestos derechos de los borrachines de fin de semana reunidos a centenares en una plaza de cualquier ciudad que los derechos de los habitantes de los pisos cercanos, pisos que habían comprado con millones de horas de trabajo, comprometidos por una hipoteca, y en los que habían depositado buena parte de sus sueños y de sus deseos de calidad de vida.
Porque no se trata sólo del derecho al descanso de todo trabajador, el derecho a no ver invadida su intimidad por los gritos, los cánticos y las borracheras de los “perturbados” del fin de semana, el derecho a educar a sus hijos en una ambiente saludable, no. No se trata sólo de eso, además los pisos sometidos a esa inflación sonora consentida por el ayuntamiento bajan de precio irremediablemente, nadie los quiere, no puedes venderlo e irte a otra zona más silenciosa…, no, nadie quiere tu piso para nada. Estás en la ruina. E insisto, no olvidemos que estamos hablando de vulgares trabajadores, “curritos” de la cadena productiva, no de millonarios que pueden cambiar su residencia habitual por el chalé de la sierra. Todo en nombre de... la progresía social, del no reprimir a los pobres estudiantes, tolerancia… ¿Y los derechos de los que viven allí? ¿Por qué ellos han de tolerar… lo intolerable?
En ésta situación se ha visto una vecina de Sevilla que ha demandado al Ayuntamiento, ese ayuntamiento al que ella paga sus impuestos para… ¿para qué le pagaría sus impuestos esta buena señora sevillana? Tres años, nada menos, estuvo la demandante “tolerando” dos discotecas y el botellón habitual en el que la policía llegó a contar setecientas cincuenta personas. Vomitonas, orines, bolsas de plástico, botellas rotas formaban parte del paisaje habitual con el que tenía que convivir esta vecina.
En lugar de actuar contra quienes producían "una contaminación acústica intolerable", el Ayuntamiento elaboró unas "propuestas para una movida menos molesta" que "despreció" los derechos fundamentales de los ciudadanos a la salud, el medio ambiente o la intimidad del domicilio al "ponerlos a la misma altura que el derecho al ocio", sostiene la juez.
La afectada recibirá 24.000 euros por el mal funcionamiento del servicio público, en una indemnización que tiene en cuenta, entre otros, la depreciación de un 128 por ciento en el valor de su piso, una vivienda que "se sabe socialmente sometida a una contaminación acústica intolerable".
Eso sí, ¿saben mis lectores de dónde saldrán esos cuatro milloncejos de pesetas? Exacto, ha acertado usted, del bolsillo de los contribuyentes, no de bolsillo del alcaldes o del concejal concernido por el asunto.
Pongamos que a todos los estudiantes se les ha presionado siempre para el estudio, el esfuerzo, el trabajo. Pero estos valores han sido sustituidos en una sociedad en la que jamás se repite curso a no ser que seas muy madero, en la que apenas hay diferencias entre los que más estudian y los que menos “pillan” el libro, porque todos “progresan adecuadamente”.
La sociedad del trabajo ha sido sustituida por la sociedad del ocio; la del “mañana hay que rendir”, por la de “esta noche, botellón” y la del respeto urbano por la del “mira qué patada le doy a esa papelera”. Muchas veces estas cosas se han consentido desde el poder encargado de velar por esos valores, sea el ministerio de Educación y Ciencia, en su momento, o por los ayuntamientos en los asuntos del botellón y del respeto ciudadano.
Han primado más los supuestos derechos de los borrachines de fin de semana reunidos a centenares en una plaza de cualquier ciudad que los derechos de los habitantes de los pisos cercanos, pisos que habían comprado con millones de horas de trabajo, comprometidos por una hipoteca, y en los que habían depositado buena parte de sus sueños y de sus deseos de calidad de vida.
Porque no se trata sólo del derecho al descanso de todo trabajador, el derecho a no ver invadida su intimidad por los gritos, los cánticos y las borracheras de los “perturbados” del fin de semana, el derecho a educar a sus hijos en una ambiente saludable, no. No se trata sólo de eso, además los pisos sometidos a esa inflación sonora consentida por el ayuntamiento bajan de precio irremediablemente, nadie los quiere, no puedes venderlo e irte a otra zona más silenciosa…, no, nadie quiere tu piso para nada. Estás en la ruina. E insisto, no olvidemos que estamos hablando de vulgares trabajadores, “curritos” de la cadena productiva, no de millonarios que pueden cambiar su residencia habitual por el chalé de la sierra. Todo en nombre de... la progresía social, del no reprimir a los pobres estudiantes, tolerancia… ¿Y los derechos de los que viven allí? ¿Por qué ellos han de tolerar… lo intolerable?
En ésta situación se ha visto una vecina de Sevilla que ha demandado al Ayuntamiento, ese ayuntamiento al que ella paga sus impuestos para… ¿para qué le pagaría sus impuestos esta buena señora sevillana? Tres años, nada menos, estuvo la demandante “tolerando” dos discotecas y el botellón habitual en el que la policía llegó a contar setecientas cincuenta personas. Vomitonas, orines, bolsas de plástico, botellas rotas formaban parte del paisaje habitual con el que tenía que convivir esta vecina.
En lugar de actuar contra quienes producían "una contaminación acústica intolerable", el Ayuntamiento elaboró unas "propuestas para una movida menos molesta" que "despreció" los derechos fundamentales de los ciudadanos a la salud, el medio ambiente o la intimidad del domicilio al "ponerlos a la misma altura que el derecho al ocio", sostiene la juez.
La afectada recibirá 24.000 euros por el mal funcionamiento del servicio público, en una indemnización que tiene en cuenta, entre otros, la depreciación de un 128 por ciento en el valor de su piso, una vivienda que "se sabe socialmente sometida a una contaminación acústica intolerable".
Eso sí, ¿saben mis lectores de dónde saldrán esos cuatro milloncejos de pesetas? Exacto, ha acertado usted, del bolsillo de los contribuyentes, no de bolsillo del alcaldes o del concejal concernido por el asunto.
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