El sol brilla con intensidad pero el frío no ceja, el aire siberiano ha dejado de herir la piel de los paseantes que aún así han de abrigarse con vigor. La plaza empedrada recrea perfectamente el ambiente antañón y castellano que una vez le fue propio. Es martes, hay mercado en la plaza mayor y aunque bares y comercios no están llenos la afluencia es mayor que otros días de semana.
La villa ha crecido en los últimos años gracias al acierto de sus autoridades, al impulso de arriesgados empresarios y al trabajo de sus habitantes, muchos de ellos inmigrantes marroquíes. Los que tenemos años y memoria comparamos los recuerdos con la actualidad y admiramos el despegue pujante del lugar. Su polígono industrial ha pasado de la nada a un espléndido hervidero de actividad comercial.
Driss se ha pasado la mañana pregonando su mercancía por calles y plazas. Su piel oscura anuncia su procedencia; la tristeza de su mirada, su mansedumbre; su sonrisa a prueba de ofensa, su dependencia de los demás. Le duelen los brazos y la espalda de cargar durante horas con alfombras, tapices y una voluminosa caja de herramientas que arrastra por el pueblo sin encontrar comprador.
Va de bar en bar, escrutando con la mirada a los que celebran la llegada del mediodía con un vermú en la mano. En ese grupo algunos han trabado conversación con él y él les sigue esperanzado. Abre la caja y les enseña las herramientas una y otra vez, por arriba y por abajo, por delante y por detrás. “Que te esperes fuera, que no entres, que esperes que llegue el que falta” le dicen. Él disimula y se separa pero no se va. Al poco vuelve a acercarse e insistir; alguien le habla con altanería, con chulería de nuevo rico, con la suficiencia y el desprecio del ignorante: “¿Y qué tal, moro, te vienes conmigo a la matanza del gocho, mecagüen la...?
Socialmente incorrecto un chiste de gangosos, la blasfemia no destaca en la España rica pero analfabeta y cruza imperceptiblemente el ambiente. El ingenioso recibe dos o tres palmaditas en la espalda y Driss repite la palabra con una sonrisa que pretende ser cómplice y amistosa, se vuelve hacia la puerta y al frío de los soportales en busca de otros posibles clientes. Hace una mueca y desaparece tras la puerta del bar.
Quien conmigo recorre la vida está de espaldas a la escena pero no ha perdido detalle. Cuando la miro murmura: “Racistas de mierda”. Yo creo que no. Simplemente brutos. Muy brutos. Y gilipollas también.
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