No sé si alguna vez hubo un
futbolista ilustrado, medianamente culto y que en su comportamiento diario, en
la vida ajena a los campos de fútbol, dejara una impronta de calidad humana.
Seguro que hubo más, pero yo que dejé de seguir el fútbol al madurar todavía
recuerdo a Isacio Calleja –les hablo del Pleistoceno, por lo menos- con su
carrera de abogado. De comportamiento caballeroso también puede hablarse de
Raúl González, aunque los barcelonistas seguramente podrían ponerle más de una
justificada pega.
Pero algunos –el cuerpo me pedía
escribir “muchos” pero me he retenido para no ser demasiado injusto- arrastran
junto a su multimillonario palmito un abandono cultural injustificable, unos
complejos de superioridad que los convierten en personas abominables en sí
mismas. Hay casos, como el de Maradona, que son notorios del desfase entre la
calidad deportiva del individuo y su calidad humana. El dueño de aquella “mano
de Dios” que le permitió apuntarse un tanto ilegal llevó tras su retirada
deportiva una vida tragicómica que le condujo a la droga.
No sé si la historieta de aquel
futbolista que fue a una librería a comprarse dos metros treinta y cinco centímetros
de libros –daba igual qué libros, qué autores, qué contenido- porque eran los
que le cabían en la librería que se acababa de comprar o la de aquel otro al
que recetaron supositorios y se quejó porque tenían mal sabor son ciertas o no.
El caso es que un elevado número de futbolistas de élite tienen más dinero del
que saben administrar, suelen ser bastante analfabetos y a veces demasiado
brutos, como si ser rico o gran deportista disculpara la memez o la falta de
preparación para la vida.
Cristiano Ronaldo es un fuera de
serie, es de una calidad deportiva difícilmente igualable en la actualidad,
quizá Messi y alguno más –muy pocos- puedan equiparársele. Sin embargo no
parece haber dedicado sus millones a mejorar como persona, a aprender de la
vida, a aprender a respetar a los rivales, a aprender humildad, educación y comportamiento
social. Su habitual prepotencia, su orgullo y su aire altivo hacen de él un
individuo poco recomendable para vivir en sociedad. El desequilibrio entre su
calidad deportiva y su calidad humana es evidente, la disparidad entre su
capacidad económica y su capacidad cultural es evidente. Sin embargo una
sociedad como la occidental, una sociedad de “Gran Hermano”, “La Noria” o
“Acorralados” es el caldo de cultivo donde especímenes de la baja catadura
moral del portugués son siempre bien recibidos, adulados y bendecidos por las
masas analfabetas.
De la corrección, humildad y
sencillez de Kaká se le podría haber pegado algo.
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