A pesar del paso del tiempo, el
fin de su padre sigue ocupando su cabeza, ha visto ceder ante la muerte y
derrumbarse a uno de los hombres más poderosos de su tiempo. Aún con el
recuerdo vivo del maestre de la Orden de Santiago y con el dolor frunciendo su
entrecejo se dirige cierto a su casa paredeña. Su adusto caminar de soldado
marca el ritmo de los versos que piedras centenarias murmuran a su paso
mientras a su cabeza suben nobles sentimientos filiales. Puestas en papel sus
recias palabras en román paladino servirán para curar la pena que le corroe.
Paredes que le vio nacer, centro
de la patria castellana entonces, susurra a sus oídos un sinfín de pasiones con
las que labrar una elegía en forma de copla a la muerte de su padre, elegía que
seguirá siendo ejemplo de caricia, amor y delicadeza literaria cientos de años
después. Jorge llega a casa y pide pronto recado de escribir.
El comercio y con él el regateo
se adueñan de la ciudad; el bullicio llega desde las proximidades de la
barbacana del palacio de los Manrique hasta la antigua aljama. Negociantes y
mercaderes, sacamuelas y artesanos, labriegos y ganaderos, alfareros y cesteros
contribuyen cada uno a su manera al progreso económico y social de Paredes.
Todos se aplican con esfuerzo y por allí se oye machacar el hierro, en la otra
esquina se cierra un trato y unos metros más allá unos sacos de trigo cambian
de dueño. Nadie deja el lugar hasta que el sol se decide a caer.
Un tal Pedro, un joven de
apellido vasco, se resiste a marchar. Aprovecha embebido hasta el último rayo
de sol, enredando con pinturas y colores, con lienzos y tablas, pintando santos
y reyes, vírgenes y calvarios, anunciaciones y bautismos junto al Jordán.
Prueba luces y texturas hasta quedar satisfecho, rostros y ropajes hasta lograr
la perfección, Paredes se le queda pequeño y sueña con viajar a Italia y
aprender de sus grandes maestros. Irá y volverá, que también sueña con
embellecer el retablo de su iglesia y pregonar en ella la grandeza de la tierra
que le vio nacer.
Son tiempos excelsos para la
ciudad, los genios se pelean por nacer en ella y labrar entre sus soportales
nuevas rutas para el arte y la exaltación de la belleza. Versos hechos amor filial,
pinceles que besan con de licadeza las tablas y emociones convertidas en
grandes tallas marcan la edad de oro de Campos Góticos. "Ni miento ni me
arrepiento", dijo Manrique. Historia de Castilla con pluma, pincel y
gubia.
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