Piedra y hierro. Sólo de piedra y
hierro es el desolado paisaje de la estación que se ofrece inerme al despiadado
hielo. El frío lleva varios días sobre el pueblo y quisiera éste replegarse
sobre sí mismo para darse calor. Los inviernos son crudos en la meseta y desde
niño hay que ser muy hombre para soportarlo. Sopla viento gélido y barre los
andenes. Tiritando, quienes esperan acuden a la fonda en busca de resguardo.
Tiemblan los edificios y Venta de
Baños parece caer. Todo vibra. Aunque lo han anunciado por los altavoces a
muchos les pilla desprevenidos y el expreso de las veintidós cincuenta entra
entre grandes estruendos, señalado por una estela de humo. El ruido y el vapor
impresionan; especialmente asustados un atildado petimetre y su acicalada
esposa dan un gritito y saltan hacia atrás. Se oye un rechinar de frenos y con
gran esfuerzo la locomotora se detiene al final del andén.
El bar de la fonda siempre tuvo
sabor añejo. Un enorme mostrador corre de lado a lado y cobija a enjutos
vagabundos, borrachos sin tiempo y jubilados sin reloj. Un maletero cojo y
tuerto vestido con un descolorido traje de pana vigila a todos los viajeros de
cerca acechando un trabajo que escasea. Decimonónicos veladores enmarcados en
una compasiva oscuridad completan la lúgubre estancia y esperan acomplejados y
resignados a sus ocupantes. Sin embargo los clientes prefieren citarse
alrededor del mostrador frente a un humeante café barato.
En el andén opuesto se abre
súbitamente una puerta y sale un factor a la carrera para dar la salida al
expreso. El petimetre y su esposa ya han subido y deambulan entre pasillos,
coches y departamentos buscando sus plazas.
Cruje el viento, hiere el frío.
En el patio de la estación, una castañera, sucias las manos de negro luto,
resiste el paso de las horas con sonriente serenidad: hay que dar de comer a la
prole. Del expreso han descendido cuatro o cinco pasajeros que cruzan con
apresuramiento; los primeros pasan sin tiempo más que para sí, sólo el último
se detiene al ver la sonrisa estoica, se gira y compra un puñado de castañas
con el que calentar su bolsillo camino de casa.
La estación nunca duerme, el
trasiego es incesante a pesar del ambiente hostil. Antes de amanecer, cuando el
hielo sea una agresión física, decenas de empleados y trabajadores acudirán de
nuevo a la estación para gobernar el nuevo día. El invierno nada puede, Venta
de Baños no decae, siempre se sobrepone, es Cruce de Castilla
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