En Argentina acaban de sentar en
el banquillo a 17 sindicalistas, presuntos culpables de la muerte de un obrero trotskista.
Entre los acusados está lo más granado del sindicalismo peronista, empezando
por el líder del sindicato de empleados de trenes, un curioso sindicalista que
a la vez es empresario, lo que al parecer le ha llevado a vivir en uno de los
barrios más exclusivos de Buenos Aires.
Argentina y el peronismo son así.
En España a los sindicatos nunca se les ha acusado de crímenes ni afortunadamente
hay sospechas de asuntos semejantes. Pero sin duda alguna motivos hay para
desconfiar de la honradez de todos los dirigentes sindicales. No llegamos al
matonismo de estos países como Argentina pero…
Permítanme empezar diciendo que
siempre he estado sindicado, que los sindicatos son imprescindibles y que la
honradez es sin duda la marca indeleble que preside a casi todos los
sindicalistas. Sin sindicatos estaríamos en manos del gran capitalismo,
trabajando doce horas diarias siete días a la semana. Simplemente son
imprescindibles e insustituibles.
Y una vez puesta la venda déjenme
decir que hay mucho de mafioso en determinadas actitudes sindicales. Hay mucho
de chulería en quienes nunca se detienen a contemplar más derechos que los
suyos y para defenderlos no contemplan algo tan democrático como pensar en los
derechos de los demás. Recientemente los mineros (podría yo hablarles de localidades
mineras en las que estos trabajadores cerraban por las bravas bares y
comercios, utilizando una muy democrática coacción obrera) han ocasionado
accidentes de carretera y de trenes al poner democráticas y sindicalistas y
obreras barricadas en los sitios donde más daño podían causar.
Tras esos accidentes nada ha
saltado a la prensa de disculpas, de petición de perdón a los implicados, de
mea culpa, de dolor por los pecados cometidos, de “disculpe usté, buen hombre,
trabajador y seguramente compañero de clase”. Los sindicatos españoles siempre
parecen estar por encima del bien y del mal. Sus objetivos, sus luchas,
democráticas, obreras y de clase, parecen justificar cualquiera de sus
desmanes. Y esos desmanes suelen ser dolorosos y dañinos: taxis destrozados por
la “solidaridad” sindical, ruedas de camones pinchadas “democráticamente”,
viajeros despreciados “obreramente”…
A los sindicatos españoles se les
olvida que tan democrático es ir a la huelga como ir a trabajar, que no hay
derecho propio que se imponga al derecho
ajeno, que los derechos de un trabajador terminan allá donde empiezan los de
sus compañeros, tan trabajadores y tan sindicalistas y tan ciudadanos como
ellos. El sindicalismo español jamás ha pedido disculpas, más allá de la
retórica, por los derechos ajenos pisoteados cuando una cuadrilla de
huelguistas entrega al dueño de un pequeño negocio un panfleto que reza “Este
establecimiento se solidariza con los obreros en huelga y pasado mañana no
abrirá sus puertas”. A eso se le llama coacción. Algunos la apellidarán
democrática o sindicalista u obrera… pero la coacción, como la democracia, no
necesita apellidos para disimular. Es o no es, sin medias tintas.
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