La tarde ha sido larga, perezosa,
como si el tiempo se quedase enganchado en la espadaña de la iglesia, ésa que
lleva mil años señalando el camino de las oraciones. Las calles vacías se fijan
en ella para saber, por la sombra, qué hora es. Siempre es tarde desde los años
sesenta.
Deambulo solitario intentando
engañar al reloj, doy vueltas entre calles estrechas, portezuelas herrumbrosas
y hierbas resecas. Me rindo, melancólico, y escucho el esfuerzo del viento que
viene de la nada y anuncia que la tarde empieza a caer a mi espalda.
Me asomo al teso y saludo al
vacío. Tierra de Campos amarillos se ofrece intensa a mis pies. Pretende
devolverme un lamento en forma de interrogación pero se contiene, separa las
nubes y me prueba su grandeza mostrándome, con la poca luz que queda,
horizontes tan lejanos que separarían países si no fueran la misma tierra.
Palomares de cal y pobreza, monumento que los pueblos levantan para
homenajearse, titilan pobremente ante los últimos rayos y son irritantes
testigos de la vaciedad.
Al acabarse el día Dios usa la
luna como ventana para asomarse a Castilla y preguntar por los Campos Góticos.
Salpicados aleatoriamente en la nada, una decena de caseríos casi deshabitados
han ido encendiendo modernas candelas que iluminan el silencio. Quiero
contarlos pero me puede la música.
Hasta mí llega la verbena que
tamiza el peso de tanto aislamiento. Al acabar el verano el lugar congrega a
sus antiguos hijos que vuelven todos los años a revivir tiempos en los que el
pueblo estaba vivo. Traen los recuerdos como carta de presentación y saludan
con grandes gestos y vana palabrería a otros que también salieron en situación semejante.
La charanga reúne a una pequeña multitud que baila, charla, juega y ríe al
ritmo de la música.
Empujadas por el pasodoble
banderitas de papel se animan y alegran la plaza mayor llena de ruido y color.
Trileros y almendreros bordean las aceras y los ancianos bailan; al doblar la
esquina dos jóvenes juegan a ser mayores antes de tiempo escondidos en un
portal oscuro. Una guirnalda, que huyó del tumulto arrastrada por una mala
ráfaga de aire, es la moneda galante con la que el chico espera conquistar
ternura efímera.
De madrugada el chocolate popular
es el bálsamo de Fierabrás que los consolará hasta otro verano, cuando lejos de
las fábricas, fugitivos de los horarios y ansiosos de lejanas infancias vuelvan
todos a celebrar de nuevo al patrón. Casi todos.
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