No sé si debo empezar por aclarar
públicamente mi pesar por la muerte de cuatro jóvenes en la celebración de
Halloween en Madrid. Es una tragedia que los demás vivimos sólo intelectualmente,
porque somos conscientes de lo doloroso que es, pero no sufrimos íntimamente al
no pertenecer al círculo familiar o social de los afectados.
Cualquiera, yo mismo, mis amigos
o vecinos, podría haber tenido ahí a un hijo. Sé que otras plumas más afamadas
que la mía lo han dicho ya, pero no puedo evitar preguntarme si no hay también
una responsabilidad de los padres y sobre todo una gran responsabilidad colectiva,
general, de toda la sociedad actual.
Hay padres responsables, culpables
y responsables, por permitir que sus hijos, menores o mantenidos bajo la tutela
paterna, acudieran a esos “fiestones”
desproporcionados, en los que el alcohol corre generosamente sin las cautelas
que despiertan otras drogas que, sin duda, también se suelen consumir en esas
ocasiones. Pero también hay otros padres que, no siempre culpablemente, admiten
que sus hijos acudan a esos lugares a sabiendas del peligro que supone la aglomeración
de gente y la relajación del ambiente en cuanto a alcohol, drogas o relaciones sexuales…
porque no tienen más remedio. Y sé que muchos lectores admiten el peligro
relativo al alcohol pero por el simple hecho de haber aludido a las relaciones sexuales
esporádicas e intrascendentes ya me están calificando de carca, retrógrado o franquista.
Lo admito, admito creer que no es bueno que las relaciones sexuales ocasionales
y baladíes sean buenas para el desarrollo emocional y humano. Mea culpa.
Pero los padres no siempre pueden
oponerse al sentido de la marcha de la sociedad. Esa sociedad que entre todos
hemos construido admite que el alcohol es malo y persigue y castiga su uso por
menores o su abuso por cualquiera, aunque a veces asome una sonrisa de comprensión
y complicidad. Pero al mismo tiempo admite que los jóvenes pueden salir hasta
altas horas de la noche, casi sin límite horario y sin excusa necesaria; esa
misma sociedad (la española en este caso) ha legislado aceptar una edad de
consentimiento sexual de las más bajas de Europa, riámonos de suecos o daneses;
esa misma sociedad entiende que los jóvenes deben gastar tanto dinero como el
que más de sus amigos, (¡qué dirán del pobrecillo si no tiene dinero para
gastar!) y acepta que a los jóvenes no se les debe reñir o castigar (¡represor,
fascista, autoritario!) y que los jóvenes están cargados de derechos,
pobrecillos, sin que apenas se les hale de deberes.
¿Cómo puede un padre cualquiera
de los chavales que acudieron al Madrid Arena oponerse individualmente a la
presión total de una sociedad, española y occidental en general, que ha llenado
de derechos a los chavales, eliminando de sus espaldas cualquier sentido de la
responsabilidad? ¿Cómo pueden los padres cuyos hijos acudieron a ese u otros
festivales oponerse con firmeza y reiteradamente, un fin de semana tras otro, a
la hedonista marcha social? La lucha es de cada individuo contra el resto de la
sociedad, es pues una lucha desproporcionada e injusta, que acaba siempre con
la derrota del individuo frente a la colonización cultural del grupo social en
el que se vive.
Y ahora, si ustedes quieren,
hablemos de crisis económica, de la corrupción de algunos políticos, de la
inmoralidad de los desahucios, de la decadencia social, de la ruina monetaria,
de la obscenidad de una sociedad con el 25% de sus trabajadores en el paro.
¿Quiere alguien explicarme que la crisis de valores de nuestra sociedad no empezó
cuando voluntariamente renunciamos a trasladar a las nuevas generaciones algunos
valores éticos tradicionales? ¿Tradición? ¡Ah, otra vez el carca, retrógrado y
fascista! ¡A la hoguera con él!
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