Aquel debía ser el caballo más
educado que jamás recorriera las calles de Venta de Baños, no sólo porque a
pesar de llevar años tirando de su pesada carga jamás nadie le oyó un relincho
de protesta sino porque nunca nadie pudo acusarle de ensuciar el asfalto. Algo
de lo que no pueden presumir muchos bípedos.
Con frecuencia se le veía en el
patio de la estación, esperando pacientemente a que su amo encontrara trabajo
con el que ambos pudieran ganarse el sustento. Se me olvida, que han pasado
demasiados años, el nombre de su amo. Era un hombre menudo, delgado y vivaz.
Sólo si te lo encontrabas a
última hora de la tarde o un fin de semana, alternando con sus amigos por los
bares de la calle más importante del lugar, podías reconocer sus facciones. El
resto del tiempo, todo el que fuese laborable, permanecía invariablemente
envuelto en una fina capa de carbón que hacía que tanto la claridad de sus ojos
como la blancura de sus dientes resaltaran de manera especial. Caballo y
caballero se dedicaban por el pueblo al transporte de ese combustible en una
época en que métodos más sofisticados eran desconocidos. Imagino que con el
avance de eso que llamamos progreso el carbón fue paulatinamente sustituido por
el butano y ése tal vez fue el final de una estampa que durante muchos años,
aquellos en los que estábamos tan atrasados que Venta de Baños era una de las
primeras estaciones de España, era habitual. El progreso, ya digo, nos ha
convertido en un apeadero y nos ha hecho intrascendentes.
Mi padre le llamaba todos los
años y al principio del otoño hombre, carro y caballo estacionaban frente a mi
casa. Él se echaba un saco abierto por un lado a modo de gigantesca capucha
sobre la cabeza y el cuerpo y sobre él iba cargando uno a uno los sacos de
carbón que a lo largo del invierno habría de engullir la bilbaína voraz que
desde la cocina trataba torpemente de calentar toda la casa, combatiendo el
frío estepario de los años sesenta y setenta.
Creo haberle visto hace poco en
una importante ciudad castellana, aunque tal vez alguna neurona floja,
paticorta, tuerta y demasiado sentimental me haya engañado. Los años, los míos,
no pasan en balde y alguna de esas enfermedades emocionales tan de moda puede
haber prendido en mí.
Acordándome de él, tanto tiempo
después, pienso que no es necesario hacer grandes cosas en la vida para pasar a
la posteridad, simplemente basta con ser, en el buen sentido de la palabra,
bueno.
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