El pasado fin de semana he estado
en misa, como habitualmente. Pero esta vez me he sentido en especial comunión
con cien mil personas que en aquel momento oraban o se disponían a hacerlo en
la plaza de San Pedro para pedir el fin de la guerra en Siria. Y con varios
millones de católicos más en todo el mundo, en todos los lugares de oración de
todo el mundo. Sé que al lector
preocupado por la crisis, por los precios de inicio de curso, por la falta de
trabajo o por el desastre de Madrid 2020 le parecerá una inmensa soplamemez que
algunos infelices todavía vayamos a misa y creamos en magias y supercherías.
Pero ya quisieran PP o PSOE tener
tantos afiliados, ya quisieran reunir invariablemente cada semana a tantos
ciudadanos. Quizá seamos pardillos, ratas de sacristía y despreciables
infelices pero para despreciables, los de los sobre-sueldos, los de los EREs
falsos y los sindicalistas de marisco a costa del parado. En cualquier caso,
aquellos que creemos en la magia también tenemos nuestros derechos, nuestra voz
y nuestro voto. De momento el Papa, este Papa que, en vez de desplazarse por Roma
en carísimos coches blindados a prueba del pueblo, se desplaza en un obsoleto
“Renault cuatro latas”, que ha pedido abrir los conventos vacíos a los
refugiados, ha reunido a cien mil personas, creyentes de diversas religiones
(al final poco importa cómo llamemos a Dios o cómo nos relacionemos con Él),
para pedir por la paz. De ayuno y oración iba la cosa, poco propicia por tanto
para los señoritos madrileños de los sobres y los señoritos andaluces de las
langostas.
El caso es que el Papa, el “jefe”
de estas antiguallas en que nos estamos convirtiendo los católicos, está
combatiendo la guerra de Siria y esa excrecencia que el admirado Obama quería
montar a base de misiles mientras los políticos callan y esperan. El premio
nobel de la paz quiere combatir la guerra a base de misiles –como frenar la
obesidad a base de hamburguesas de tres pisos y cocido madrileño- sin que nadie
trate de impedírselo. Andan Rajoy y Rubalcaba observándose por encima del
hombro, vigilando los movimientos del otro para ver qué dice y decir ellos lo
contrario, siempre que no sea demasiado opuesto al Gran Jefe Blanco (¿…?) de
Guasinton.
Mientras callan y esperan a ver
qué decide Obama (Hoy te bombardeo, mañana no, la semana que viene ya veré) el
Papa ha hablado con firmeza y condenado la muerte y las ganas de matar. Su
pregunta de si cada conflicto “es una guerra por problemas de verdad o es una
guerra para vender armas en el comercio ilegal” espera una respuesta de quienes
dirigen este maremágnum de injusticias que llamamos mundo. Esto de que los
Papas sean siempre tan mayores tiene una ventaja, viven más despacio, piensan
bien las cosas y no les da la gana de poner nombre a los gobiernos que se
enriquecen vendiendo armas a países en conflicto, a las dos partes del mismo
conflicto, para además sacar otros beneficios, llámese petróleo, gas o coltán. Esto, que es de dominio
público, sigue sucediendo a la luz del día de cualquier país tercermundista sin
que ocupe portadas en los periódicos.
Obama hablará hoy once de
septiembre conmemorando el ataque de las Torres Gemelas, ¿sabe que ayudando a
los rebeldes sirios ayuda a Al Qaeda? ¿No es absurdamente contradictorio? Por
cierto, entre las víctimas de esos rebeldes sirios apoyados por Al Qaeda hay
cientos de cristianos, mientras decenas de iglesias y monasterios cristianos
han sido arrasados. Adelante, adalid de la Justicia mundial, guía de la
Democracia Universal; adelante, Premio Nobel ¿de la Paz? Mientras tanto la
oración y el ayuno del Papa va abriendo camino.
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