Hieráticas farolas, tan espigadas como inservibles, son
parte del esqueleto del polígono. Caras calles asfaltadas, alcantarillas,
aceras, vallas, desagües y un vasto aparcamiento son también elementos de ese
inútil organismo inerte que el ayuntamiento vendió a sus ciudadanos como la
quintaesencia del desarrollo. El futuro del lugar, según los que de esto
sabían, pasaba por el polígono industrial.
A las afueras del pueblo, expropiando tierras en nombre del
progreso, varias hectáreas de terreno duermen inactivas, improductivas,
inservibles, un sueño que seguramente será eterno, a la baldía espera de
empresas que tengan a bien instalarse en este olvidado rincón de Castilla. Los
cerros y los tesos que a través de los siglos presenciaron a sus pies tantas jornadas
de dura labor agrícola son ahora silenciosos testigos del espeso caminar del
reloj cuando nada sucede, nada cambia, nada mejora. La construcción de una
pomposa rotonda en el acceso al polígono
fue la última señal de actividad que allí hubo. Alcalde, concejales,
constructores y comisionistas se estrecharon las manos y se despidieron
felices: el pueblo ya tenía parque industrial.
La nada y la vaciedad llenan el páramo yermo. Los tiempos,
meteorológico y cronológico, trasmutan la megalítica obra en faraónica ruina.
El deterioro, puntual, inclemente, incesante, emerge en forma de malas hierbas
que crecen por doquier, baldosas que se levantan, óxido que come las vallas.
Cientos de miles de euros del patrimonio del pueblo destinados a comprar el
futuro pero que sólo han servido para empeñar el de generaciones venideras.
Despilfarro de una España que estaba dispuesta a comerse el mundo y hoy tiene
que comerse las uñas… hasta llegar a los codos.
Y nadie protesta ni pide cuentas, nadie responde ni da
razón. La oposición calla porque ha hecho lo mismo en el pueblo de al lado. Y
en el otro y en el otro y en el de más allá. El silencio es alabado cómplice de
unos y otros. Querido aliado de todos, cooperante imprescindible de todos.
En el languideciente comercio del pueblo, dos tiendas y
quince bares, hacen equilibrios con pesas y medidas para pagar los impuestos;
los clientes estiran el cuello y agudizan la mirada al ser servidos mientras
intercambian chistes y gracietas sobre lejanos aeropuertos prescindibles y
carísimos.
Otoño llueve miseria sobre el pueblo y sopla necedad. El
futuro no es nuestro, se lo debemos al banco.
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