Con la emigración que hemos necesitado estos años hemos dejado entrar a individuos indeseables que con la excusa de trabajar han venido a delinquir, a vivir sin trabajar y a incluirnos en el torbellino de sus mafiosas intenciones. Que se hayan adueñado de diversas zonas urbanas y en ellas impere la ley del más canalla es una de las consecuencias nefastas de la falta de control de la emigración. Aquí entraba todo el mundo, viniese a lo que viniese, porque para progres los españoles.
El problema no era ya que hubiese que atender a sus necesidades sociales, escuelas, hospitales, sin que arrimasen el hombro aportando progreso y creando riqueza, sino que eran puros delincuentes dispuestos a explotar a los demás.
La tontuna propia de los discursos fofos propició que les ofreciésemos un respeto que ellos no devolvían y unas leyes que ellos mismos arrollaban cuando les placía. Había que ser comprensivos, humanos y poner a su disposición las bondades de un Estado que pretendían derrotar. No, represión no, jamás pobricos, eso era ser racista.
En la Comunidad de Madrid han empezado a defender los intereses de la gente de bien, han empezado a dejarse de discursos buenistas, al estilo del inútil de León, y poner fuera de nuestras fronteras, a alguno incluso despojado de la nacionalidad española que tan generosamente les habíamos concedido, a los cabecillas de bandas latinas que pretendían convertir un país europeo y medianamente desarrollado en una de sus repúblicas bananeras tercermundistas.
Las leyes deben garantizar los derechos humanos, cierto, pero sobre todo los derechos de quienes hacen el bien, trabajan y sacan adelante sus vidas con el sudor de su frente. En nombre de la comprensión, de la solidaridad internacionalista y de otras zarandajas semejantes se han permitido atracos, extorsiones y violencia. Los delincuentes deben estar en las cárceles y los hombres de bien en su casa, en el trabajo o en el bar de la esquina.
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