Los españoles tenemos un gusto
raro e inexplicable por lo feo y lo grotesco. Nos puede lo informal, lo tosco.
Supongo que es una huida hacia adelante desde la seriedad y la circunspección
que un tiempo marcaron nuestra sociedad, quizá demasiado estirada y almidonada.
Tenemos una apetencia por lo
ordinario y lo vulgar, véanse personajes y programas de insoportable éxito popular
en televisión, donde prima lo zafio y lo chocarrero, ya hablemos de los temas más
frecuentes, del vocabulario usual o de los protagonistas habituales. El éxito
de estos programas es una prueba irrefutable de nuestra mala educación
generalizada, de esa educación perdida que habitualmente trasmitían las
familias (“Niño, eso no se dice, eso no se toca, eso no se hace”) y que hace
muchos años se ha olvidado a golpes de forzada naturalidad. De esa naturalidad
absurda y barriobajera que toda sociedad evolucionada ha proscrito, menos la
española. Si es que somos sociedad. Y evolucionada.
Y aunque he escrito de esto
anteriormente no quiero referirme al español más soez y ordinario que llegada
esta época saca del fondo de su armario una
descolorida camisa de tirantes, facilitadora de la exhibición de su pelambrera
pectoral en el metro o en el autobús, y esas avejentadas sandalias de color imposible
que nos asaltan la mirada mostrando sus dedos retorcidos y uñas de garza. El
número uno de estos personajes grotescos es ese anciano achacoso y vencido que
creyendo convertirse en un chaval se coloca unos pantalones a cuadros cortados por
debajo de la rodilla y unos zapatos de deporte que él cree tan modernos como
Armando Manzanero.
No, no me refiero a ellos, como
tampoco me refiero a la rampante zafiedad del lenguaje que uno se ve obligado a
escuchar (“jo, tía, no jodas”) por el hecho de convivir sobre las aceras. La
vulgaridad del habla popular (“Me importa un güevo ese cabrón”) está extendida
incluso a señoras que mejor harían en leer la vida de Santa Teresita de Lisieux
(O las de los dos Pablos Iglesias en su defecto); en el parque que hay bajo mi
ventana hay abuelas que pastorean a sus retoños con frecuentes “Come el yogur y
no me toques los cojones” salpicados con “Cagüen la madre que te parió”. Esto que
antes era una ordinariez propia de carreteros o tratantes de ganado se ha
convertido en una ordinaria letanía escuchable en cualquier nivel cultural,
económico o sociológico, prueba de la inmadura ignorancia del español medio.
Cuanto más gruesa es la palabra utilizada más machote o machota querrá aparecer
la persona; importa la brutalidad de la expresión, como se ve, y no la educación:
“mariconadas no, no jodas, tú”.
La involución del pensamiento
popular ha llevado a las instituciones a personajes de esta calaña. Sí, sí, es
de esto de lo que les quería hablar. Ahora lo moderno, lo guay, lo que mola
mazo, es vestir desaliñado. Las barbas de tres días fueron moda cuando Miguel
Bosé era un jovenzuelo con ganas de promoción, ahora lo que nos sorbe el seso a
los españoles son las barbas espesas y abundantes, los cabellos en desorden y
las melenas colas de caballo… en los hombres, naturalmente. Han pasado a la
antigüedad más obsoleta las corbatas, las chaquetas americanas y las camisas
blancas con las que nos han robado, timado y esquilmado durante tantos años.
Ahora el blanco ya no es el color de la inocencia y bondad, los nuevos políticos
españoles muestran sus preferencias ideológicas a través de camisetas
rabiosamente informales, mejor con eslóganes de rebeldía, y pantalones de
cuadros. Ellas por supuesto con la cara lavada y sin maquillar, ¿habrase visto
algo más machista que una mujer maquillada, peinada y perfumada?
Aquellos que creíamos que el
respeto se mostraba (también) a través de la ropa cuidada y atildada hemos de
considerarnos derrotados. Hemos de aceptar que si antes a las instituciones se
accedía con cierto aspecto cuidado como manifestación exterior del respeto (no
solo por la institución, también por los ciudadanos) ahora es el desaliño
indumentario, quizá en republicano guiño a Antonio Machado, lo que arrastra a
una España cada vez más ordinaria, vulgar y peor formada. Una España mema que como
se dejó embaucar por quienes ocultaban sus fechorías bajo la corbata de seda ahora
confía en la informalidad de los macarras, una España chabacana y desaliñada que
siempre defendió lo zafio y barriobajero, que bebe los vientos por todo aquello
que sea basto o ramplón.
No, por favor, no caigan en la fácil
respuesta de pensar que quien esto escribe es un gentelman desfasado, un elitista o un clasista primitivo; este que les escribe se desplaza por la ciudad
en bicicleta en vez de vehículo a motor y mientras el duro tiempo de Castilla se
lo permite viste siempre pantalón de pana y camisa de cuadros.
Por cierto, ¿en el autobús se
sigue cediendo el asiento a las embarazadas, ancianos o lisiados o eso es algo
ya desfasado? ¡Joder, me cagüen la leche, qué puta tontería acabo de preguntar!
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