Muy buenos días, estimados oyentes. Como ya les dije hace siete días la semana santa es una época que me gusta, significa entre otras cosas un tiempo para la emoción. Hay quien prefiere emocionarse en una playa de moda, en un restaurante de un paseo marítimo o en una discoteca abarrotada de gente “guapa”. Yo, en cambio, soy de procesiones.
Quizá porque soy europeo y el cristianismo forma parte de nuestras raíces culturales me gusta sentir la Semana Santa; es el cristianismo quien nos ha proporcionado las bases culturales que han hecho posible la democracia y los derechos humanos que han asentado en países de tradición cristiana mientras están ausentes en otras culturas.
Más que la playa y un sol tórrido me conmueven los ojos lacrimosos de una Virgen de piedra que ha perdido a su hijo víctima de la injusticia humana; más que una paella en un paseo marítimo me emociona el rostro, pétreo e inanimado, de ese Hijo muerto. Más que una noche de discoteca loca me pone el vello de punta el sonido estrafalario del tararú que rasga la noche palentina imponiendo el silencio respetuoso ante la muerte. Me trastorna las emociones la zigzagueante marcha de las zapatillas de los cofrades, sus pies desnudos me tensan los nervios. Todavía se alborotan mis sentimientos más profundos cuando decenas fotos retratan el desfile inanimado pero continuo de valiosísimas imágenes con cientos de años historia.
Sin embargo, quizá porque soy europeo y el cristianismo forma parte de nuestras raíces culturales, me duele y molesta profundamente la tétrica procesión que se produce dsde hace meses entre Siria y la Unión Europea; entre esos derechos humanos que el cristianismo ha hecho posible está el derecho de las familias sirias a un trabajo y a una casa, el derecho de los niños sirios a vivir en paz y a ir a la escuela.
Por eso, porque soy cristiano viejo y europeo, más que una playa y un sol tórrido me conmueven los ojos lacrimosos de una madre de carne y hueso que ha perdido a su hijo víctima de la injusticia humana en la frontera entre Grecia y Macedonia. Más que una paella junto a un paseo marítimo me emociona el rostro inanimado de ese hijo muerto en cualquier barrizal a las puertas de Europa.
Más que una noche de discoteca loca me pone el vello de punta el sonido estrafalario del obús que rasga la noche siria imponiendo el miedo respetuoso ante la muerte. Me trastorna las emociones la zigzagueante marcha de las zapatillas de los fugitivos de la guerra; sus pies desnudos entre el frío y el barro de la vieja Europa me tensan los nervios. Se alborotan mis sentimientos más profundos cuando las fotos retratan el desfile fúnebre de los refugiados que van de frontera en frontera.
Pero como cristiano, y a pesar de lo ocurrido ayer en Bruselas, lo que subleva mis emociones es que haya personas turbadas ante el dolor de imágenes de piedra, de escayola o de madera y permanezcan impasibles ante el dolor de personas reales, que hunden sus pies en el barro, que sobrellevan noches a la intemperie, que soportan hambre y sed.
Me escandaliza la Europa cínica que tiembla ante una saeta cantada a Cristo en la cruz y vuelve la cara indiferente ante miles de cristos vivientes, vendidos por treinta monedas a Turquía. Sí, a pesar de lo ocurrido ayer en Bruselas. Porque la civilización europea que envía cohetes al espacio, la civilización que ha hecho posible un tren bajo el mar en el canal de la Mancha, debe hacer compatible su seguridad interna con su civilización cristiana que le pide socorrer a los refugiados y asistir a los desvalidos.
Amigos oyentes…, que llegue pronto la Pascua, hasta la semana que viene.
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Texto de mi colaboración semanal con Onda Cero Palencia
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