En España hace tiempo que hemos decidido tirar por la calle
del medio. Nada de medias tintas, nada de matices, nos gusta lo más bruto, lo
más ordinario, lo menos refinado, lo más inculto. Marica el que se ande con
remilgos. Un país que dice ver los documentales de la Dos (¿No debería decirse “La
segunda”?) pero en el que Gran Hermano lleva casi veinte años rompiendo las
audiencias y Belén Esteban, Kiko Matamoros y otra fauna indigna y vil son los
reyes de la televisión. Ah, y un país en el que el 40% confiesa no haber leído
ningún libro en el último año. Confesión propia, la verdad será peor, me temo.
Somos brutos, huimos de todo lo que signifique delicadeza,
nos gusta la vulgaridad, confundimos naturalidad
con tosquedad, rudeza, incultura. A machotes nadie nos gana, si hay que usar
palabrotas no hay nadie como nosotros, tan decididamente defensores de la
blasfemia, no hay país ni cultura que premie al malhablado. Para tacos gruesos
los nuestros, no hay nada ni nadie a quien respetemos, si nuestro lenguaje es
moderado, no ofensivo, no despectivo llama la atención.
Hasta hace algún tiempo en los medios se silenciaban los
tacos que, por ejemplo, puede decir los futbolistas en algunas declaraciones. Esta
medida que sigue vigente en casi todo el mundo está proscrita en España,
supongo que en nombre de la libertad de expresión. Nada de poner un estridente
pitido en su lugar, no, viva la grosería, “la naturalidad”. Entre nosotros
tiene siempre gran acogida lo chabacano. Si se trata de vestir mostramos
nuestra “modernez”, nuestra franqueza y nuestra sencillez enseñando el borde de
los calzoncillos (o más dentro…), yendo a la ópera con pantalones cortos (fui
testigo el verano pasado) o a ver al rey con pantalones vaqueros. Si se trata
de modales y actitudes sociales nos vale todo menos la compostura, esa virtud
que despreciamos quizá porque es conservadora, propia de gentes ricas, fachas o
religiosas.
El otro día Pablo Iglesias dijo que se iban a dar una
hostia. O que se la habían dado, qué más da. Y España se partió de risa, cuánta
gracia nos hizo, qué llaneza, que desparpajo. Hablaba en público, observado y
grabado por decenas de medios dispuestos a cubrir sus palabras. Y dijo que se
iban a dar una hostia. No encontró manera más gráfica de decirlo. Una hostia…
la ordinariez elevada a los altares de la progresía. Si hubiera empleado una
palabra menos llamativa, más normalizada, más culta, habría perdido votos.
Imposible decir “batacazo”, “golpe”, tortazo”. A España eso le suena a cultismo,
clasismo, hay que huir de ello. A España le va lo cutre, le gusta lo chabacano.
España se deshace de gusto por enseñar el culo en la tele, por ir a las
audiencias reales con camisas de cuadros, por las barbas desaliñadas.
Basta con sentarse en un banco de cualquier ciudad y
escuchar, basta con estar atento en la barra del bar, cinco de cada tres
palabras son zafiedades sanchopancescas. A brutos y marranos no hay quien nos
gane. España pierde el sentido por lo más cerril, por lo menos educado, por lo
más ordinario, por lo más rudo.
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