Yo no sé quién inventó la radio, si Marconi, como estudiábamos en la escuela de Venta de Baños, o el ingeniero español Julio Cervera. A mí me gustaría que fuese alguien nuestro, incluso del barrio de la estación de Venta de Baños si fuera posible.
No sé quién inventó la radio pero yo la descubrí. Fue una tarde de lluvia persistente y humo espeso. Por eso sé que era domingo, porque mi padre fumaba uno de aquellos puros baratos y populares que inundaban de su ácido olor aquella casa de alquiler en la que pasé mi primera infancia. Seguramente mi padre arrugaba la frente y miraba al infinito, como cuando se enfrentaba a algún problema difícil o cuando la vaciedad y la nada se presentaban amenazantes dispuestas a acorralar las largas horas de ocio de un fin de semana.
Siempre había estado ahí, en la alacena, frente al rancio armarito con espejo del rincón de la cocina donde mi padre se afeitaba. Siempre había sido vieja y achacosa, con unos enormes botones, de los que sólo funcionaba el del encendido. Que no pudiéramos buscar diferentes emisoras no tenía mayor importancia, porque en Palencia sólo había una y ya estaba permanentemente sintonizada. En cambio el botón de encendido sí que era importante. La habitación matrimonial estaba a la entrada de la casa, pero cuando llegábamos mi padre solía dirigirse primero a la cocina, encendía la radio y sólo después empezaba a quitarse la corbata, ya camino del dormitorio. Justo entonces, cuando mi madre iba a hacer algún comentario, empezaba a oírse un lejano rumor de voces que cada instante se hacía más presente, hasta que tras un desolador silencio empezaba a escucharse el anuncio de OKAL, el otro para herniados o aquel otro dirigido a los sordos, cuando yo preguntaba que por qué no le ponían más alto.
Desde entonces la radio ha estado ahí. Aquí. Inventada por unos o por otros, pero a mi lado. Cuando algunos la descubrieron el 23-F yo ya llevaba muchas horas oyendo “Cimbalillo” o “Versiones comparadas”. O aquella “Sala de Espera” que hacía mi añorado Agustín García Blanco desde la oficina de telégrafos de Venta de Baños. Cuando en la estación de Venta de Baños había oficina de telégrafos y policía secreta. Cuando en Venta de Baños había pueblo y había vida.
Cuando lo de Tejero, yo ya había perdido la cabeza por el invento de Marconi. O de Cervera, tanto da. Y estaba intentando enamorarla con un programa nocturno de jazz en lo que entonces era Radio Cadena Española. Otro amor que me dejó solo a media noche. Sobre la acera de la calle Becerro de Bengoa, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos buscando un mal cigarro suspiré y decidí arrojarme de cabeza al futuro.
Pero la radio siempre había venido detrás de mí. ¿O iba yo detrás de ella? Estaba junto a mis iniciales libros de aventuras y sus héroes, y me acompañaba también con mis amores preadolescentes y mis fracasos. Para los primeros estaban los conciertos que cerraban con el celofán de la música clásica las últimas horas de la tarde, para los segundos siempre quedaba “La Hora Bruja”, que ponía el lazo romántico a la magia cotidiana.
La música trompetera de las noticias del “El Parte” de Radio Nacional forma parte de mi infancia y juventud de la misma forma que el Nodo y la cantinela con que aprendíamos la tabla de multiplicar en la escuela de Don Pedro Acinas. No voy a caer en la vulgaridad de decir que “forman la banda sonora de mi vida”, pero me dan ganas de entonarlas a voz en grito. Lo mal que canto pero sobre todo que son las tantas de la noche y mis vecinos iban a reforzar la mala opinión que tienen de mí, esta vez con motivo, me retienen. Además ya va siendo la hora de enviar este artículo a la Redacción, que esta semana me pilla el toro.Ah, delante de la vieja radio dejaba mi padre todos las mañanas el ejemplar de “El Diario Palentino”. Otro día les contaré que aprendí a leer con los titulares del “El Diario-Día”.
No sé quién inventó la radio pero yo la descubrí. Fue una tarde de lluvia persistente y humo espeso. Por eso sé que era domingo, porque mi padre fumaba uno de aquellos puros baratos y populares que inundaban de su ácido olor aquella casa de alquiler en la que pasé mi primera infancia. Seguramente mi padre arrugaba la frente y miraba al infinito, como cuando se enfrentaba a algún problema difícil o cuando la vaciedad y la nada se presentaban amenazantes dispuestas a acorralar las largas horas de ocio de un fin de semana.
Siempre había estado ahí, en la alacena, frente al rancio armarito con espejo del rincón de la cocina donde mi padre se afeitaba. Siempre había sido vieja y achacosa, con unos enormes botones, de los que sólo funcionaba el del encendido. Que no pudiéramos buscar diferentes emisoras no tenía mayor importancia, porque en Palencia sólo había una y ya estaba permanentemente sintonizada. En cambio el botón de encendido sí que era importante. La habitación matrimonial estaba a la entrada de la casa, pero cuando llegábamos mi padre solía dirigirse primero a la cocina, encendía la radio y sólo después empezaba a quitarse la corbata, ya camino del dormitorio. Justo entonces, cuando mi madre iba a hacer algún comentario, empezaba a oírse un lejano rumor de voces que cada instante se hacía más presente, hasta que tras un desolador silencio empezaba a escucharse el anuncio de OKAL, el otro para herniados o aquel otro dirigido a los sordos, cuando yo preguntaba que por qué no le ponían más alto.
Desde entonces la radio ha estado ahí. Aquí. Inventada por unos o por otros, pero a mi lado. Cuando algunos la descubrieron el 23-F yo ya llevaba muchas horas oyendo “Cimbalillo” o “Versiones comparadas”. O aquella “Sala de Espera” que hacía mi añorado Agustín García Blanco desde la oficina de telégrafos de Venta de Baños. Cuando en la estación de Venta de Baños había oficina de telégrafos y policía secreta. Cuando en Venta de Baños había pueblo y había vida.
Cuando lo de Tejero, yo ya había perdido la cabeza por el invento de Marconi. O de Cervera, tanto da. Y estaba intentando enamorarla con un programa nocturno de jazz en lo que entonces era Radio Cadena Española. Otro amor que me dejó solo a media noche. Sobre la acera de la calle Becerro de Bengoa, con el cuello del abrigo subido y las manos en los bolsillos buscando un mal cigarro suspiré y decidí arrojarme de cabeza al futuro.
Pero la radio siempre había venido detrás de mí. ¿O iba yo detrás de ella? Estaba junto a mis iniciales libros de aventuras y sus héroes, y me acompañaba también con mis amores preadolescentes y mis fracasos. Para los primeros estaban los conciertos que cerraban con el celofán de la música clásica las últimas horas de la tarde, para los segundos siempre quedaba “La Hora Bruja”, que ponía el lazo romántico a la magia cotidiana.
La música trompetera de las noticias del “El Parte” de Radio Nacional forma parte de mi infancia y juventud de la misma forma que el Nodo y la cantinela con que aprendíamos la tabla de multiplicar en la escuela de Don Pedro Acinas. No voy a caer en la vulgaridad de decir que “forman la banda sonora de mi vida”, pero me dan ganas de entonarlas a voz en grito. Lo mal que canto pero sobre todo que son las tantas de la noche y mis vecinos iban a reforzar la mala opinión que tienen de mí, esta vez con motivo, me retienen. Además ya va siendo la hora de enviar este artículo a la Redacción, que esta semana me pilla el toro.Ah, delante de la vieja radio dejaba mi padre todos las mañanas el ejemplar de “El Diario Palentino”. Otro día les contaré que aprendí a leer con los titulares del “El Diario-Día”.
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