Tiene que dar pena, ser catalán tiene que ser penoso. Yo siempre he pensado que los catalanes son en general, con alguna excepción que luego nombraré, los más europeos de los españoles. El hecho de estar tan al borde del resto de Europa, de tener tan cerca el contacto, les permite estar más en contacto con todo lo nuevo. España ocupa una esquina de Europa y eso nos ha marcado históricamente.
Allí está gran parte de la industria más adelantada, la cultura más viva y la gente más industriosa de España. No puedo privarme de decir que casi tanta culpa como ellos tuvo Francisco Franco Bahamonde, que permitió la ruina de la España más profunda abocándola a la emigración. El caso más reciente de la fábrica de galletas Fontaneda, que por arte de birlibirloque desapareció de Aguilar de Campóo, en la hermosísima montaña palentina, y aterrizó en otros lugares, instalando su sede en Barcelona, me hace ver que el asunto no ha terminado.
Pero no iba a ello, Cataluña ha progresado con el apoyo del Estado pero también con el trabajo, el sudor y el empeño de sus trabajadores y empresarios. Y sin embargo ser catalán tiene que ser en ocasiones, sólo en ocasiones, una pesadilla.
Por si fuera poco haber mantenido su cultura y su lengua a pesar de la persecución del franquismo, se permiten resistir tan estoicamente como resisten a políticos como los de ERC, que estando en el Gobierno son capaces (¿cómo se llama eso en política?) de ofrecerse a la oposición para derribarlo y montar otro nuevo, resistencia que está sólo al alcance de determinados héroes casi mitológicos. Soportar en silencio (como las hemorroides del anuncio) que su “president” ante todo este teatro chabacano permanezca impasible, con las manos en los bolsillos, silbando y mirando al horizonte es propio de pueblos de leyenda. Ser capaces de ir a votar una y otra vez con la ilusión de renovar sus instituciones sabiendo que los políticos que escojan se van a ocupar meses y meses de engendrar un nuevo estatuto que trae al pairo a la mayoría de los ciudadanos en vez de ocuparse de los problemas reales de cada día, hospitales, escuelas, carreteras, comercio, delincuencia o emigración es ser capaces de grandes gestas heroicas.
Ser catalán es una cosa grande en la vida por múltiples razones, claro que tanta felicidad tiene que llevar alguna contraprestación, este mundo es así y no existe la felicidad completa. Así, ser catalán conlleva haber sido representados por gentes como aquella semidesaparecida Pilar Rahola, de españolísimo nombre, apellido finlandés y tendencias separatistas a pesar de sus rancias tendencias hispanas: “Oiga, ¿ustedes no saben con quién están hablando?” espetó a los policías que intentaban ponerle una multa de tráfico. Claro que contar entre sus representantes con Carod Rovira y su corona de espinas es una… pasión.
Permítase a este orgulloso castellano rememorar el Myo Cid diciendo: “Dios, qué buen pueblo si tuviese buen señor”.
Allí está gran parte de la industria más adelantada, la cultura más viva y la gente más industriosa de España. No puedo privarme de decir que casi tanta culpa como ellos tuvo Francisco Franco Bahamonde, que permitió la ruina de la España más profunda abocándola a la emigración. El caso más reciente de la fábrica de galletas Fontaneda, que por arte de birlibirloque desapareció de Aguilar de Campóo, en la hermosísima montaña palentina, y aterrizó en otros lugares, instalando su sede en Barcelona, me hace ver que el asunto no ha terminado.
Pero no iba a ello, Cataluña ha progresado con el apoyo del Estado pero también con el trabajo, el sudor y el empeño de sus trabajadores y empresarios. Y sin embargo ser catalán tiene que ser en ocasiones, sólo en ocasiones, una pesadilla.
Por si fuera poco haber mantenido su cultura y su lengua a pesar de la persecución del franquismo, se permiten resistir tan estoicamente como resisten a políticos como los de ERC, que estando en el Gobierno son capaces (¿cómo se llama eso en política?) de ofrecerse a la oposición para derribarlo y montar otro nuevo, resistencia que está sólo al alcance de determinados héroes casi mitológicos. Soportar en silencio (como las hemorroides del anuncio) que su “president” ante todo este teatro chabacano permanezca impasible, con las manos en los bolsillos, silbando y mirando al horizonte es propio de pueblos de leyenda. Ser capaces de ir a votar una y otra vez con la ilusión de renovar sus instituciones sabiendo que los políticos que escojan se van a ocupar meses y meses de engendrar un nuevo estatuto que trae al pairo a la mayoría de los ciudadanos en vez de ocuparse de los problemas reales de cada día, hospitales, escuelas, carreteras, comercio, delincuencia o emigración es ser capaces de grandes gestas heroicas.
Ser catalán es una cosa grande en la vida por múltiples razones, claro que tanta felicidad tiene que llevar alguna contraprestación, este mundo es así y no existe la felicidad completa. Así, ser catalán conlleva haber sido representados por gentes como aquella semidesaparecida Pilar Rahola, de españolísimo nombre, apellido finlandés y tendencias separatistas a pesar de sus rancias tendencias hispanas: “Oiga, ¿ustedes no saben con quién están hablando?” espetó a los policías que intentaban ponerle una multa de tráfico. Claro que contar entre sus representantes con Carod Rovira y su corona de espinas es una… pasión.
Permítase a este orgulloso castellano rememorar el Myo Cid diciendo: “Dios, qué buen pueblo si tuviese buen señor”.
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