La cafetería es oscura, incluso un tanto lúgubre, como si el otoño se hubiese empeñado en hacerse allí una casa. Me refugio en ella del vendaval a pesar del ambiente espeso de su interior. Los tres o cuatro habituales levantan la mirada levemente, apenas ajenos a todo lo que no sea su conversación fútil, y con monosílabos devuelven mi saludo. Debe ser el mal tiempo que nos agria el carácter. O que somos así.
Los enormes ventanales se abren a la vida ordinaria del exterior, mostrando cómo los peatones se las ingenian para luchar contra el viento, avanzar y permanecer incólumes. Enfrente, los pináculos de San Lázaro desafían a los siglos y a lo que tan modernamente llamamos ciclogénesis explosiva. Mientras pido un café me pregunto cómo se llamaría esto en tiempos de Mariano Medina.
Salgo del médico, llevo medio día en ayunas, y el café es revitalizante. “Hace mucho viento. Va a llover” habríamos dicho antes de hacernos tan remilgados para el lenguaje meteorológico. Nos envolvemos en papel de regalo para esconder lo obvio, pienso. Desayuno y mi tono vital vuelve a mí, la camarera que ve cómo he hecho desaparecer dos bollos me pregunta si quiero más. Yo me conformaría con no volver a pasar otra mañana así, siempre he odiado las mañanas de médico, las largas esperas en la sala atestada de impacientes y la mesita repleta de actualidad atrasada.
Ojeo el periódico del bar, gastado de otras manos, manchado de otros cafés, y veo a Zapatero envuelto en un chaleco salvavidas, pienso que también para esconder lo obvio de su fuga durante la visita papal. Con gestos como el del presidente del gobierno también se dirige un país. ¿Qué poder tiene la visita del Papa ante el español medio contra la desconsideración del presidente? Soy católicamente escéptico.
La Iglesia lleva dos mil años predicando lo mismo, la Iglesia lleva dos mil años predicando contra el aborto y contra la homosexualidad. O parte de la sociedad española lo ha descubierto ahora como por encanto o alguien nos ha radicalizado; viajes de papas hemos tenido unos pocos en los pasados treinta años y nunca se había detectado tanta tensión, tanta confrontación, tanta mala leche, tanta gana de ofender. Tiene razón el Papa al pensar en el laicismo agresivo. No, todavía no como en los años treinta, no, pero sobrecoge tanto ánimo de injuria.
Yo también me envuelvo, no para esconder nada obvio sino para defenderme del otoño, me despido y salgo deprisa hacia mi casa. Hace mal tiempo. Para España.
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