Acudir al centro comercial es un castigo que sobrellevo con poca dignidad, una cárcel para mi ánima que busca el aire libre, el viento fugaz y las aguas pesadas y lentas de los ríos mesetarios. Lo visito lo menos que puedo, casi siempre por contrato matrimonial, y la salida me aporta liberación y frescor.
Me siento atrapado por tanto neón y metacrilato, por tanto falso brillo y oropel de cartón piedra, por tantos cantos de sirena reclamándome en cada escaparate. Las ofertas del mes, las mayores rebajas del año o las increíbles oportunidades para todos los bolsillos son falsedades publicitarias a las que soy firmemente refractario.
El centro comercial está lleno de artículos imprescindibles que no necesito, de riquezas que me empobrecen y de gangas que no puedo pagar. Por sus pasillos siento la opresión del ocapi en la sabana y mis deseos de pronto acabar y desaparecer en la fragosidad artificial del parque vecino me impulsan a ir deprisa, con poca atención a mi alrededor y plenamente concentrado en la obligación que me ha llevado al lugar.
Sin embargo había creado mis amistades, un elemental grupo de comercios de los que era imperiosamente habitual, las relaciones humanas son una red en la que hasta alguien tan torpe socialmente como yo cae sin quererlo, sólo por la bondad de los demás. Eran gentes de Palencia, empresarios autónomos que con grande sacrificio sacaban adelante un pequeño negocio, a base de dedicación, horas detrás del mostrador y escaso margen de ganancia.
Se van yendo, se me van yendo. La crisis, los altos precios de alquiler y otras vicisitudes se los están llevando, cierran sus comercios y se trasladan o desaparecen. Están empeñados en una dura batalla contra las multinacionales, las cadenas y las franquicias. Y están perdiendo.
Ya la Calle Mayor y las grandes plazas y avenidas de la ciudad llevan tiempo en esa confrontación. Se han perdido, o en ello estamos, los comercios tradicionales, los comercios propios, las tiendas con personalidad local; pronto no quedará nada del sello original, habremos convertido nuestra ciudad en un lugar vulgar en el que exista el mismo comercio, con la misma decoración, con la misma presentación y la misma ambientación que en cualquier otra ciudad; al final no sabremos si estamos paseando por una calle de una pequeña ciudad de provincias, por la Diagonal de Barcelona o la madrileña Gran Vía, al final todas tendrán los mismos comercios, con los mismos nombres, los mismos rótulos y los mismos diseños. Y los mismos dependientes.
A los comercios tradicionales les sustituyen marcas de renombre, con mucha publicidad a cuestas, cuyo dueño nada sabe de nosotros y que cada tres meses despide y contrata nuevos empleados. Sin darnos cuenta hemos pasado, ¿percibimos lo grave que esto puede ser?, de una sociedad de pequeños propietarios a otra de dependientes. Dependientes. Qué palabra más clara, qué rotundo significado, qué meridiano mensaje, qué nítida señal de los tiempos. Aunque a lo peor no nos importe. Aunque a lo peor no le importe a quien debería importarle. ¿O sí le importa pero no sabe hacer más?
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