Llueve en la montaña. Al principio las gotas son gruesas y
lentas, caen pausadamente, como si no se decidieran, pero despiertan el olor a
naturaleza y vivifican al caminante. Enseguida la lluvia es más fina y
contundente, por un instante el paisaje parece nublarse y las altas cumbres del
horizonte se hacen borrosas, se difuminan como si tuviesen voluntad de
esconderse. Es semana santa y llueve, claro; si siempre fuese semana santa no
habría sequía.
La lluvia hace que la mañana sea más liviana, el vientecillo
sereno que sopla con levedad contribuye a que el tiempo pase más ligeramente.
El viajero se sube el cuello de la gabardina y arrostra el agua sin prisa,
subiendo pausadamente la carretera, deleitándose en la Palencia que busca el
cielo. Aunque hoy el cielo sea gris y derrame un tanto cicateramente sus
bendiciones sobre los campos.
Las casas de piedra guardan su paso con callada y elegante
discreción, el silencio marca la calle principal y sólo a lo lejos se oye
alguna voz que llama desabridamente a un marido que tal vez prefiera no
contestar. Es tierra bendita por Dios que se mostró generoso regándola de
valles y montes, ríos y bosques, brañas y osos.
Y por la Historia. La Historia de Castilla se citó aquí para
alumbrar un ayuntamiento por vez primera en España y es honra que ilustra al
lugar y a sus habitantes. Uno puede esperar, tal vez, que surjan de cualquier
ladera los foramontanos que iniciada la Reconquista iban bajando temerosos pero
confiados hacia la meseta, dispuestos a devolver España a Europa. Quién sabe si
detrás de cualquier sombra puede aparecer un mensajero a caballo anunciando el
Fuero del Conde Munio Núñez que hará pasar esta tierra a la Historia.
Aquí hay una calle que se pierde en el bosque, ahí una
plaza, allá la línea quebrada del horizonte; el casco urbano, inmerso en la
quietud de las montañas, está rodeado de cumbres y se ofrece al intruso
mansamente, sabiéndose querido y respetado. De pronto, como si se hubieran
puesto de acuerdo varias casas, el aire se llena del espeso olor a leña y el
viajero siente deseos de recogerse cálidamente frente a una chimenea de piedra
a ver quemarse la mañana. Pero se perdería el bosque. Y la montaña y la
humedad. Se perdería la Palencia quebrada, próspera y feraz. Pero Brañosera
siempre estará ahí, intacta, incólume, sin las heridas del tiempo, sugiriéndose
orgullosa al turista, esperando ser peldaño que acerque Palencia al cielo.
PD: La foto es de Froilán de lózar
PD: La foto es de Froilán de lózar
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