A los pocos católicos que vamos
quedando, al menos sin miedo de reconocernos como tales, lo del Papa Francisco
I nos sube la adrenalina. Si hay alguna posibilidad de que la Iglesia perviva y
trasmita el mensaje de Cristo pasa por él. Renovación, renacimiento o
resurgimiento podría ser el lema de un papado que parece dispuesto a impedir el
fallecimiento por agotamiento, por extenuación, de la Iglesia Católica.
Si la Iglesia es de Cristo ha de
ser de los ahogados en Lampedusa, no de la curia romana, no del oropel, no de
los coches de lujo sino del "cuatro latas" que un cura de Verona, de
mi amada Verona, le regaló. Si me permiten recurrir a los clichés y a los
estereotipos, la Iglesia para permanecer debe ser la de los jesuitas y no la
del Opus, e insisto en que estoy hablando de estereotipos.
Las llamadas de atención que
constantemente repite el Papa debe hacernos pensar a todos, más cuanto más alto
sea el cargo, cuanto mayor sea la responsabilidad en la Iglesia, que debemos
pensar más en las injusticias lacerantes que todos los días ocurren a nuestro
alrededor que en pensar si cumplimos estrictamente con la misa dominical o la
comunión por "Pascua Florida".
Quizá el cumplimiento de la letra
de la ley de la Iglesia nos ha hecho olvidar que Cristo es el otro, el pobre,
el desvalido, el desorientado. Vivir en una época de desarrollo económico, de
éxitos de la ingeniería, de consecución de metas jamás alcanzadas por la
especie humana, ayuda a olvidarnos de Dios... mientras a nuestro lado dejamos
caer unas migajas en la mano del pordiosero que nos mira anodadado desde el
umbral de la catedral o de la parroquia. Y sí, sé que hay mafias organizadas de
pordioseros para extorsionarnos y vivir sin trabajar.
Pero la Iglesia agonizaba,
desinteresada del dolor humano mientras sus homilías criticaban al rico epulón;
algo había que hacer para revitalizarla, oponerse al poder, no apoyarse en él,
criticar la corrupción y la desidia al tiempo que el aborto. La labor del Papa
no ha hecho más que comenzar, los duros comentarios que le merece la
estructura, los miembros y la actitud de su propia Iglesia pueden marcar un
antes y un después en una Iglesia agonizante, preocupada más del pecado que de
la salvación, del cumplimiento dominical que del amor.
Poco a poco nos irá tocando a los
demás, tardaremos en reaccionar y sumarnos activamente a los nuevos momentos,
esperemos que todavía lleguemos a tiempo, que no se haga tarde para renovar la
Iglesia. Ahora no se trata sólo de remozar la fachada, sino de cambiar la
estructura que amenazaba con venirse abajo.
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